domingo, 9 de agosto de 2020

EL VIAJE

   

     Querido lector:

   En la noche del miércoles, justo antes de acostarme, el sonido de mi teléfono móvil interrumpió mi entrada en el lecho. Contesté con rapidez, tratando de evitar que el resto de mi familia, que ya estaba durmiendo, se despertase, pudiendo reconocer de inmediato la voz de mi amigo Silvestre, con el que, con franqueza, no me apetecía hablar mucho, dado que sólo me llamaba una vez al año, sin más pretensión que narrarme sus peripecias por no sé que país lejano (cada año era uno diferente), haciendo tampoco sé que actividad arriesgada y, al menos para él, excitante, así como las largas fiestas nocturnas, en las que siempre, y digo siempre, pues no puedo dejar de reconocer su habilidad, se hacía acompañar de bellas mujeres, una diferente en cada ocasión.

   Reconozco que, hace muchos años, siendo más joven y sin atadura emocional, en alguna ocasión -no muchas, pues me resultaba difícil seguir su ritmo-, le acompañé en alguna de sus correrías, y, por ese extraño vínculo que a veces se crea entre los hombres que comparten excesos, todos los años teníamos el mismo tipo de conversación -que comenzaba a resultarme tediosa-, en la que él siempre remataba diciéndome lo que me estaba perdiendo por haberme casado, lo atado que estaba con mis hijos, y que si yo no había sabido montármelo en mi vida, pues tenía que haber sido como él, es decir, y según sus palabras,“libre, sin ataduras, haciendo en cada momento lo que me da la real gana y con quien me apetece en cada ocasión.”

   Pertrechado de paciencia, pero con el ánimo de dar fin a la conversación a la mayor brevedad, así como en la esperanza de que Silvestre entendiese que sus llamadas ya me resultaban prescindibles e, incluso, molestas, comencé a escuchar lo que mi amigo me tenía que decir y que, con franqueza, me dejo sorprendido, pues no tardó en reconocerme que me llamaba desde el lugar en donde, al menos de manera oficial, tenía su lugar de residencia habitual -a unos pocos kilómetros del mío-, y que este año no se había ido a ningún sitio “y no por miedo al covid, pues he decidido emprender el viaje más difícil de todos y el que, a pesar de las excusas que nos inventamos para evitar el transitar por las sendas por las cuales nos lleva, de manera inexorable tenemos que afrontar, si en algo nos queremos parecer a la idea de persona.”

   Cómo había logrado despertar mi curiosidad, le pregunté qué clase de viaje era ése, a lo que él me respondió diciéndome que “era el viaje interior, en el que espero llegar al lugar en el que pueda encontrarme con mi verdadero yo, así como descubrir la misión que me ha sido encomendada en esta vida, que, amigo mío, hasta ahora no ha sido más que un sinfín de experiencias concatenadas, sin significado profundo y que no son más que caza de viento”. Hizo una pausa, como si cogiera el aliento necesario para seguir abriendo su corazón, y prosiguió diciendo: “He descubierto que, cualquier quehacer de nuestra vida, no puede ser auténtico si no está fundamentado en el compromiso con las ideas y creencias que uno pueda tener y profesar, pero sobre todo, compromiso con las personas que te puedan rodear y que te impulsa a alegrarse de la buena dicha ajena y, porque también abundan, dejarte afectar por las desgracias de los que te rodean, y no de una manera sentimental, sino haciendo lo posible por enjugar las lágrimas del que sufre de tal manera que, al menos, alivien el dolor con el consuelo de verse acompañado por un verdadero amigo. Yo, como bien sabes, he hecho siempre lo contrario guiado por mi egoísmo, pero ¡basta ya! Y, aunque apenas he comenzado a dar los primeros pasos por esta nueva ruta, puedes estar bien seguro de que ya nunca la abandonaré, por más que las piedras que me encuentre en mi caminar, me hagan tropezar y topar con mi cuerpo en la dureza del suelo; me levantaré y seguiré dando pasos cada vez mas firmes y decididos; te lo aseguro, amigo”.

   Sólo acerté a darle ánimos y mostrarle mi confianza en que alcanzaría el propósito que ahora estaba dispuesto a lograr y, antes de acabar nuestra conversación, le hice la petición de no sólo mantenerme informado de sus avances, sino además de que no dudase en buscar auxilio en mi persona pues, con más o menos acierto, en lo que necesitase intentaría ayudarle.

   Hasta la próxima.



sábado, 25 de julio de 2020

HACERSE EL SUECO

   
     Querido lector:   
   En la tarde de un sábado de cielo gris, que anunciaba tormenta de verano, acudió a mi casa como invitado mi amigo Osvaldo de los Ríos Caudalosos, a quién hacía ocho años había conocido, en un principio, como paciente suyo en la clínica de Traumatología, Rehabilitación y Fisioterapia que regenta, y a la que acudí por recomendación de otro amigo, ya que, por aquél entonces, sufría unos dolores de espalda bastante fuertes.
   Pues bien, después de dar buena cuenta de la comida, y mientras tomábamos el café, mi amigo comenzó a contarme una anécdota que le había sucedido el martes de esa misma semana, que, por curiosa, y sin que a Osvaldo le importe, quiero compartir con mis apreciados lectores. Se ve que, mientras mi amigo esperaba la llegada del taxi que había solicitado tras concluir la jornada de trabajo, y que le tendría que llevar de vuelta a su hogar, justo a su lado, dos hombres para él desconocidos, se toparon mientras caminaban, iniciando una conversación a la que,  por la cercanía en la que se encontraban y por la falta de una mejor distracción, mi amigo aplicó su sentido del oído, pudiendo después reproducirla y yo aquí escribirla. Transcurrió de la siguiente manera:
   "-Buenas tardes, Jacinto
   -Buenas tardes, Leovigildo, ¿cómo estás?
   -Bien, ¿y tú?
  -Pues aquí, tirando -respondió Jacinto, que parecía ser más bajo que su compañero de conversación.
   -¿Y de qué tiras, si se puede saber?-pregunto Leovigildo.
   -Pues de la vida, ¡de qué sino!, ¿y tú?
   -Yo voy tirando también, pero hacia mi casa, que mi mujer me estará esperando para cenar.
   -¡Qué suerte!
   -Sí, es una buena esposa, madre, muy trabajadora...
   -¡No!
  -¿Cómo que no? ¡A mi me lo vas a decir!- repuso el tal Leovigildo, comenzando a parecer molesto.
   -No me refiero a tu esposa, sino a la fortuna de poder disfrutar de la cena de la que, a seguras, darás buena cuenta.
   -Sin duda.
   -Yo llevo varios días sin poder llevarme nada a la boca...
 -¡Claro! Ya decía yo que te notaba algo raro. No te preocupes, te puedo ayudar.
   -¿De verdad? No sabes lo que te lo agradecería.
 -Por suerte, siempre llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta, el tubo de una pomada estupenda que siempre me aplico,cuando tengo algún dolor que me impide mover alguna parte de mi cuerpo con facilidad, ¡parece milagrosa! Toma y aplícatela en los brazos y ya verás cómo podrás volver a coger los cubiertos y comer con facilidad. ¡Ya no vas a pasar hambre! No me lo agradezcas y disculpas por las prisas, pero, como ya te he dicho, mi esposa me espera para cenar. Adiós, Jacinto."
   Después de que Osvaldo terminase de contarme lo que aquí he escrito y, conociendo su buen corazón, le pregunté por la reacción que él hubiese podido tener, a lo que me respondió, lo siguiente: "Bueno, como te podrás imaginar, no pude permanecer impasible; así que me acerqué a aquel hombre, me presenté y le dejé mi tarjeta, asegurándole que, si acudía a mi clínica, no sólo le aliviaría, sino que también le resolvería sus problemas en los brazos, haciéndole un descuento del cincuenta por ciento en la primera consulta."
   Hasta la próxima.

sábado, 18 de julio de 2020

LA LITRONA

  

     Estimado lector:
    En el atardecer de un Jueves veraniego, de hace ya cinco años, decidí telefonear a mi amigo Matías, pues hacía tiempo que no sabía de él, habiéndose ya cumplido un año desde que se traslado a vivir al lado opuesto del país en donde residía hasta aquel entonces, y que coincidía con el lugar en el que yo habitaba, y en donde aún lo sigo haciendo.
   Estuvimos bastante tiempo hablando de manera animada y, cuando consideraba que ya había llegado el momento de poner fin a la conversación, mi amigo logró alargarla aún más, ya que, con voz que había comenzado a sonar apesadumbrada, me reconoció que estaba pensando muy en serio en retornar, pues, según él, todos las ilusiones con las que se había trasladado hasta allí, se habían desvanecido.
   "¿Sabes? -me preguntó-, creo que soy como las litronas que suelo comprar en el supermercado para beber durante las comidas." Al decirle que no entendía lo que me quería decir con esa comparación, Matías continuó diciendo: "al principio está sabrosa y refrescante, pero, pasado apenas un día, la fuerza y el sabor van desapareciendo, dejando de cumplir la función para la que fue hecha: agradar el paladar del que la consume. Pues así soy yo, que más pronto que tarde, pierdo mi empuje inicial, ese con el que creo que voy a poder salvar cualquier obstáculo que aparezca al tiempo de hacer realidad el proyecto, idea o sueño que primero hubiese aparecido en mi cabeza." 


   Habiendo entendido lo que quería decir, y conociendo como era y había sido siempre mi amigo, y con ánimo de ayudar a quien tenía y tengo en buena estima, le dije: "Escucha, Matías, a todos nos sucede que, cuando comenzamos a perseguir aquello que anhelamos, el impulso con que nos mueve las ganas por conseguirlo y la dicha que imaginamos sentir cuando lo alcancemos, parece nos va acompañar siempre y, además, nos creemos que con él seremos capaces de vencer cualquier dificultad, que siempre las habrá y de diferente clase; pero, en el esfuerzo por obtener el objeto de nuestro deseo, el desaliento hará acto de presencia, pues, en realidad, siempre está al acecho, intentando hacer de nuestra alma presa del pesimismo y, con éste, hacernos caer en la tibieza al tiempo de perseverar en nuestra lucha, ésa que da sentido profundo a nuestra vida. ¡No te rindas! Sigue adelante, pero no te apoyes en las emociones del momento, pues como vienen se van, y, el seguir sus dictados, no hace de nosotros más que veletas; apóyate en tu voluntad, en ese querer hacer lo correcto en cada momento, en la firme decisión que, en su día, tomaste y por la cual tu corazón se vio henchido de alegría y esperanza, a pesar de las dificultades por las que estabas atravesando, pues, por fin, tenías una misión, un qué hacer en y con tu vida. Y eso, querido amigo, es mucho tener, que nada ni nadie te lo quite: ¡aférrate a tu voluntad!"
   Como no podía ser menos, nos despedimos con cordialidad y, aún hoy, Matías no ha regresado.
    Hasta la próxima.


viernes, 10 de julio de 2020

DONDE PONGO EL OJO, PONGO LAS DIOPTRÍAS.


   Éso fue, apreciado lector, lo que me espetó mi amigo Ildefenso, durante el transcurso de la conversación que manteníamos sentados en la terraza de una cafetería, mientras tomábamos el primer café, acompañado de tostadas con mantequilla -la suya, a mayores, coronada con mermelada de fresa-, pues habíamos acordado, el día anterior, desayunar juntos.

  De esta manera, cambió el tono del dialogo que venía discurriendo por los cauces habituales cuando dos amigos, que hace tiempo que no se ven, se ponen al día de sus respectivas vidas; Ildefonso comenzaba así a confesarme que estaba harto de, antes de tomar una decisión, por nimia que fuera, detenerse una y otra vez a analizar los pros y los contras, los efectos que pudiera tener, así como los medios para llevarla a cabo. Y continuó diciendo que “he hecho repaso y, puedo asegurarte que, en las decisiones más importantes de mi vida, o bien me he equivocado o, cuando ya me había decidido, el tiempo adecuado para hacerlo se había esfumado; creo que el mayor acierto de mi vida ha sido casarme con mi mujer, ¡y acerté porque me eligió ella!”.

   Tras el último trago, me confesó que en adelante las decisiones las tomaría de manera más impulsiva, siguiendo lo que en cada preciso momento considerase correcto, haciendo caso a lo que le dijera el corazón y, antes de levantarnos para abandonar el establecimiento, dijo que “no obstante, sigo teniendo reparos, pues si mi sentido de la vista está limitado por las dioptrías, mi órgano más vital sufre de arritmias, así que no es del todo fiable. Supongo que he de resignarme y admitir que nunca voy a tener la seguridad plena en las decisiones que tome; no me queda otra que, como si fuese un torero, santiguarme antes de salir al ruedo de la vida y, muleta en mano, confiar en que, con habilidad, sea capaz de esquivar las embestidas con las que el miedo al fracaso intente acabar con mi voluntad y las acciones con las que pretenda llevarla a cabo.”

   Hasta la próxima.



sábado, 4 de julio de 2020

DEL VALLE DE LOS CAÍDOS


Apreciado lector:
Mientras esperaba la oportunidad de ser atendido en la papelería cercana a mi domicilio, llegó a mis oídos la conversación de los dos caballeros que estaban siendo despachados por el personal del negocio. Uno mostraba su indignación por todo lo que había sucedido en estos últimos meses en el Valle de los Caídos, pareciéndole, por lo que decía, una auténtica desfachatez, así como un sacrilegio, exhumar un cadáver de su lugar de descanso, en contra, incluso, de la voluntad de su familia. ”Ésto, créanme ustedes” dijo pareciendo dirigirse a todos, “es sólo el comienzo; no pararán hasta que destruyan por completo el lugar”.
Mientras, desde el otro extremo del mostrador, un señor de bigote hacía muecas con cierta sorna, al tiempo que replicaba diciendo: “¡Ya era hora! Había que hacer justicia a la memoria de muchos ¡Ahora sí que comenzamos a ser libres en este país!” Y continuaron la conversación, añadiendo las víctimas que a cada uno les había provocador la contienda que muchos ya sólo hemos conocido en los libros de historia, en lo que parecía una descorazonadora competición. Cuando terminaron los dependientes de servirles lo que habían ido a comprar, ambos abandonaron el local, siguiendo la conversación de manera acalorada, y llegándome así el turno.
Poco tiempo tardaron en darme las cartulinas y el pegamento que necesitaban mis hijos para sus manualidades domésticas, con lo que, pasados unos breves minutos, abandoné yo también el establecimiento, percatándome de que los dos hombres permanecían en la calle, a unos pocos metros. Ahora estaban con un tercero que, con rapidez, identifiqué como el pobre que apostado en la esquina del edificio de “La Pilarica” -que así se llama la papelería-, implora todos los días una ayuda que alivie su situación. Me sorprendió que agarraba a los hombres por el antebrazo y parecía decirles algo que mudaba la expresión de sus rostros.
No sé el tiempo que transcurrió hasta que el mendigo se alejó de ellos, sin volver después al lugar en el que de manera habitual se le podía encontrar; pero no dejó de llamarme la atención que los hombres que antes discutían, permanecían en el mismo sitio con aspecto más calmado. Sin poder evitar allegarme hasta ellos, les pregunté si les había molestado aquel menesteroso, a lo que uno de ellos me respondió que no, mientras el otro añadió que ni siquiera les había pedido limosna.“Entonces, ¿qué quería?” les pregunté. Ambos se miraron y el señor bajo y calvo me respondió: ”Nos dijo que, desde donde estaba, le había llegado nuestra conversación, por el elevado tono de voz estábamos empleando, y que, sin ánimo de molestar ni de corregir, deseaba hacernos una observación, a lo que ambos accedimos”. Intrigado, pregunté: “¿Y qué les dijo?” En esta ocasión, el caballero de bigote y un poco más alto que el otro, fue quien me respondió:” Pues nos dijo que, sin duda, muchas habían sido las víctimas de la guerra, pero que, sin parecer desconsiderado, todas estaban ya muertas y ya ocupaban un lugar en el recuerdo, en el corazón y en las oraciones de muchos; pero que, en cambio, otro buen número de personas están sufriendo, hoy mismo, las consecuencias de la violencia , del hambre, de la enfermedad , de la soledad, de la ignorancia y de otros muchos males, viendo más próxima su muerte, que la posibilidad real de continuar con su vida. Y terminó preguntándonos si habría que esperar a que ya no estuviesen con nosotros, para acordarnos de ellos, estando aún a tiempo de poner remedio a sus males.”
Me despedí de aquella extraña pareja, que parecía iniciar una nueva conversación en forma amistosa, y retorné a mi hogar, fijándome si, acaso, alguien más estaba apostado en la calle mendigando ayuda.
Hasta la próxima.

sábado, 27 de junio de 2020

MIENTRAS ME CORTABAN EL PELO


Apreciado lector:

Mientras Antonio, el barbero al que acudo de manera habitual, se empleaba en rasurarme el cabello, al tiempo que los que esperaban su turno se entretenían hablando de aspectos cotidianos, entró en el establecimiento un vecino de la localidad no muy apreciado, pues arrastraba con él fama de pendenciero, bebedor y rápido de manos al tiempo de alcanzar los bienes ajenos. A ninguno de los que estábamos allí, nos agradaba su presencia, mas bien nos provocaba tal malestar que el silencio se adueñó de la barbería durante unos tensos instantes, que concluyeron cuando Antonio dijo: “¿Conocéis la historia de Lorena?;¿no?, pues os la voy a contar”. Y prosiguió diciendo: “Esta chica, con dieciocho años, mirada color esmeralda y pelo lacio negro, vivía, no hace mucho, en el pueblo de Miñán, al noreste del país, y tenía revolucionados a sus conciudadanos, pues venía usando unos pantalones ajustados que no le alcanzaban los tobillos, los cuales llevaba sin protección alguna de las miradas ajenas, cubriendo los pies sólo con unas sandalias rojas y desgastadas.

Todos los días, tras acabar la jornada del trabajo que la tenía ocupada limpiando pescado en una conservera del lugar, Lorena retornaba caminando a su domicilio, situado en la tercera planta de un viejo y destartalado edificio en las afueras de la pequeña localidad, en donde convivía con una madre pegada a una botella de vino, la cual no paraba de maldecir al hombre que la abandonó, y con una hermana de edad aún más joven, que la aguardaba enfundada en un pijama raído y sin color, a quien, tras desprenderse de los vaqueros, se los entregaba diciéndole:

-Te los devuelvo, Rebeca, sal a dar una vuelta con tus amigas”.

Transcurridos unos breves momentos, después de que Antonio concluyese su narración, el ambiente se relajo y la amena conversación entre los que allí estábamos retornó, participando de ella, incluso, el recién llegado.

Hasta la próxima.


sábado, 20 de junio de 2020

PREPARANDO LAS VACACIONES

   Querido amigo:

   Mientras caminábamos por el paseo marítimo de la localidad norteña en la que residimos, durante la tarde de un Sábado soleado y de temperatura cálida, incluso por encima de lo habitual en primavera, Jacinto y yo compartíamos, además de un caminar un tanto cansino, conversación amena, durante la cual mi amigo me dio a conocer que, con su esposa, estaba ya organizando las próximas vacaciones y, con visible alivio, me anunciaba que este año no serían, como en otros anteriores, en lugares exóticos y, en cada uno de sus viajes, más recónditos; y continuó diciendo que eso era lo más positivo que había obtenido de la situación por la que estamos atravesando. 
   Yo, curioso, le pregunté si ya no le gustaba viajar, a lo que él contesto de manera afirmativa, pero que lo que ya no le apetecía, e incluso aborrecía, era la forma en que lo venía haciendo, puesto que "me he percatado que me lanzaba a conocer lugares en los que no había estado, sin criterio ni expectativa alguna, por el puro hecho de hacerlo; así que he estado en muchos sitios, pero ¿qué es lo que me ha aportado, además de una enorme colección de fotos impersonales y vídeos aburridos de ver, hasta decir basta? Pues eso, amigo, que ahora los viajes que haga junto a mi familia, tendrán un por qué y para qué bien claro, buscando la diversión, pero también el crecer como personas, sin importar si para eso he de irme muy lejos o permanecer en un lugar próximo".
   Cuando separamos nuestro caminar fui pensando en lo que me había comentado Jacinto, siendo interrumpidos mis pensamientos de manera inopinada, pues mi atención, como sin querer, se fijó en el anuncio que asomaba en la amplia cristalera de una agencia de viajes con la que topé en mi vuelta a casa,  y en el que se veía a una pareja sonriente -él alto, musculado y en bañador; ella de pelo negro, piel bronceada y enfundada en un bikini que dejaba ver la belleza de su cuerpo- que, sujetando cada uno una copa adornada con una pequeña sombrilla, invitaban a irse de vacaciones a no sé qué sitio, durante no sé cuánto tiempo y hacer no sé qué, salvo pasárselo bien, quizás gracias al efecto que la bebida que aparentaban tomar, pudiera tener en ellos.
Hasta la próxima.