Apreciado
lector:
Mientras
esperaba la oportunidad de ser atendido en la papelería cercana a
mi domicilio, llegó a mis oídos la conversación de los dos caballeros que estaban siendo despachados por el personal del negocio.
Uno mostraba su indignación por todo lo que había sucedido en estos
últimos meses en el Valle de los Caídos, pareciéndole, por lo que
decía, una auténtica desfachatez, así como un sacrilegio, exhumar
un cadáver de su lugar de descanso, en contra, incluso, de la
voluntad de su familia. ”Ésto, créanme ustedes” dijo pareciendo
dirigirse a todos, “es sólo el comienzo; no pararán hasta que
destruyan por completo el lugar”.
Mientras,
desde el otro extremo del mostrador, un señor de bigote hacía
muecas con cierta sorna, al tiempo que replicaba diciendo: “¡Ya era
hora! Había que hacer justicia a la memoria de muchos ¡Ahora sí que
comenzamos a ser libres en este país!” Y continuaron la
conversación, añadiendo las víctimas que a cada uno les había
provocador la contienda que muchos ya sólo hemos conocido en los
libros de historia, en lo que parecía una descorazonadora
competición. Cuando terminaron los dependientes de servirles lo que
habían ido a comprar, ambos abandonaron el local, siguiendo la
conversación de manera acalorada, y llegándome así el turno.
Poco
tiempo tardaron en darme las cartulinas y el pegamento que
necesitaban mis hijos para sus manualidades domésticas, con lo que,
pasados unos breves minutos, abandoné yo también el
establecimiento, percatándome de que los dos hombres permanecían en la
calle, a unos pocos metros. Ahora estaban con un tercero que, con
rapidez, identifiqué como el pobre que apostado en la esquina del
edificio de “La Pilarica” -que así se llama la papelería-,
implora todos los días una ayuda que alivie su situación. Me
sorprendió que agarraba a los hombres por el antebrazo y parecía
decirles algo que mudaba la expresión de sus rostros.
No
sé el tiempo que transcurrió hasta que el mendigo se alejó de
ellos, sin volver después al lugar en el que de manera habitual se
le podía encontrar; pero no dejó de llamarme la atención que los
hombres que antes discutían, permanecían en el mismo sitio con
aspecto más calmado. Sin poder evitar allegarme hasta ellos, les
pregunté si les había molestado aquel menesteroso, a lo que uno de
ellos me respondió que no, mientras el otro añadió que ni siquiera
les había pedido limosna.“Entonces, ¿qué quería?” les
pregunté. Ambos se miraron y el señor bajo y calvo me respondió:
”Nos dijo que, desde donde estaba, le había llegado nuestra
conversación, por el elevado tono de voz estábamos empleando, y
que, sin ánimo de molestar ni de corregir, deseaba hacernos una
observación, a lo que ambos accedimos”. Intrigado, pregunté: “¿Y
qué les dijo?” En esta ocasión, el caballero de bigote y un poco
más alto que el otro, fue quien me respondió:” Pues nos dijo que,
sin duda, muchas habían sido las víctimas de la guerra, pero que,
sin parecer desconsiderado, todas estaban ya muertas y ya ocupaban un
lugar en el recuerdo, en el corazón y en las oraciones de muchos;
pero que, en cambio, otro buen número de personas están sufriendo,
hoy mismo, las consecuencias de la violencia , del hambre, de la
enfermedad , de la soledad, de la ignorancia y de otros muchos males,
viendo más próxima su muerte, que la posibilidad real de continuar
con su vida. Y terminó preguntándonos si habría que esperar a que
ya no estuviesen con nosotros, para acordarnos de ellos, estando aún
a tiempo de poner remedio a sus males.”
Me
despedí de aquella extraña pareja, que parecía iniciar una nueva
conversación en forma amistosa, y retorné a mi hogar, fijándome
si, acaso, alguien más estaba apostado en la calle mendigando ayuda.
Hasta
la próxima.
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