domingo, 24 de mayo de 2020

DE UNOS CALCETINES


   DE UNOS CALCETINES
   Estimado confidente:
   En la noche de un jueves, que ya de por sí había resultado un día exasperante y agotador por cuestiones que aquí no voy a relatar, pero que, confiado en que el cielo me de la oportunidad, así lo haré en otra ocasión, puesto que lo sucedido merece ser contado, y mientras nos preparábamos para acostarnos, vi unos calcetines de color rosa con lunares negros, tirados en el suelo del pasillo, justo en frente a la entrada del dormitorio de mis hijas. Mi mujer, conocedora también de este hecho, pregunto en voz alta:"¿De quién son estos calcetines?”, a lo que nuestra hija de diez años, ya a punto de acostarse, contesto:"Míos”.Y ante la maternal petición de recogida, la respuesta obtenida fue un no rotundo, posponiendo tal tarea para mañana.
  Cansados y sin ánimo de discutir, así dejamos la cuestión y fuimos todos a dormir. Al día siguiente, los calcetines continuaron en el mismo lugar, pues mi hija seguía negándose y nosotros no estábamos dispuestos a recogerlos, ya que, acordando en educar a nuestro hijos en la responsabilidad, consideramos que debía ser ella quien lo hiciese. Pero seguían pasando los días y los calcetines, que, como si fuesen manzanas olvidadas en el frutero, parecían comenzar a pudrirse, seguían ocupando el mismo lugar Así que, ¿cómo convencer a nuestra hija de la bondad que, para el desarrollo de su persona, suponía el recoger sus calcetines?
 Para ello, leí un par de libros de autoayuda que parecían enseñar a superar los conflictos con los hijos durante su educación, vi decenas de tutoriales en youtube, impartidos por psicólogos y pedagogos de aparente solvencia en la materia; y, como no, organice para ir más rápido -pues los calcetines comenzaba a oler a residuo en descomposición- una videollamada con todos nuestros amigos y conocidos con hijos de edades similares a la de mi hija. He de decir que las soluciones que todos estos recursos me facilitaron, no me aportaron nada nuevo a lo que ya venía realizando: tratar de entender la razón del comportamiento de mi hija, estar cerca a ella, mostrándome “buenrollista”, motivándola, y casi jaleándola, a la realización del tal ardua tarea. Así que seguí dándole vueltas tratando de encontrar la solución.
 He aquí que, cuando mi mujer se disponía a servir una jugosa pechuga de pollo con su guarnición, como parte de la comida del día, la bombilla de bajo consumo que a veces se enciende dentro de mi cerebro, me alumbró la senda a seguir. Alcancé a detenerla y hacerme con el plato que portaba, al mismo tiempo que, dirigiéndome a nuestra hija en estado de rebeldía, dije: “No tendrás comida, hasta que recojas los calcetines”.
   Comenzaron a volar cuchillos por el aire hacia mi pecho, provenientes de la mirada de mi descendiente; ahora bien, tras unos minutos y acabada la munición, mi hija abandonó la mesa, salió del comedor y, tras dejar los calcetines ya casi fosilizados en la cesta de la ropa para lavar, volvió con nosotros para dar buena cuenta de las viandas que en la mesa ya se habían dispuesto, incluyendo las suyas.

   Durante el resto de la comida, no sé porqué me vino a la mente el recuerdo de mis padres, así como de los castigos -perdón, hoy se llaman consecuencias negativas- que ellos me aplicaban, siempre ajustados y respetuosos con mi persona, y que en mucho me ayudaron y en nada me perjudicaron, sin provocarme ningún perjuicio en el desarrollo de mi personalidad -excepto por la manía que me ha dado por escribir en este blog-.
   Hasta la próxima.



lunes, 18 de mayo de 2020

¡VIVA LA NUEVA NORMALIDAD!


Estimado lector:
En la mañana soleada pero fresca del Lunes, estaba yo más contento de lo habitual, pues, por fin, con el inicio escalonado de nuestra liberación, daba por comenzado el advenimiento de la nueva normalidad que se nos había anunciado durante las semanas de la más estricta reclusión en nuestros hogares. Por eso me extrañó el rostro preocupado que mi esposa exhibía durante el desayuno, por lo que le pregunté: "¿Qué te pasa?"; ella me respondió: "Pues que todo está mal, muy mal" . 
Como no entendí su preocupación, le di un abrazo consolador y salí a la calle a caminar, no sin antes enviar a mis amigos un mensaje por el móvil, aprovechando el grupo creado por uno de ellos, en el cual les felicitaba la nueva realidad por la que comenzaba a desarrollarse nuestras vidas. Y mi sorpresa siguió en aumento al comprobar la reacción de todos ellos, pues, con el transcurso de los minutos, recibía respuestas tales como "que si está empezando lo peor; que si vamos a irnos todos al desempleo; que si ahora nos vamos a hacer más desconfiados con el prójimo, que si el repunte de otoño será peor...".
Repito: no comprendo estas reacciones, efecto de una actitud, sin duda y cuanto menos, pesimista, ya que la nueva realidad nos traerá más paz, justicia y dicha para todos, pues las guerras se acabarán, nadie pasará hambre ni sed; todos tendremos una vivienda digna, los trabajadores recibirán un salario que les permitirá vivir sin pasar penurias; nadie, y digo nadie, le arrebatará la vida al prójimo, ni expulsará de sus bocas, como veneno mortal, maledicencia alguna contra los demás; tampoco me cabe duda de que estaremos más predispuestos para la conversación serena y amistosa, compartiendo así nuestras ideas, gustos y sentimientos, rehusando siempre a la imposición.
Es fácil llegar a la conclusión, y así lo he hecho yo, que, como todas estas maldades, y muchas más, ya las padecíamos con anterioridad de manera cotidiana, la nueva normalidad acabará con todas ellas, pues, si esto no fuese así, no habrían acordado en llamarla de esta forma; ¿verdad que sí?
Hasta la próxima.



viernes, 8 de mayo de 2020

NO ES PAÍS PARA LA EDUCACIÓN ESPECIAL (la suerte de Quique).


     Apreciado conversador:
   Recién acabada la cena y mientras recogíamos los utensilios utilizados, mi esposa -informada con carácter previo, por una madre de una compañera de clase de nuestra hija mayor- me avisó de la intención de este nuestro Gobierno de acabar con los centros de educación a donde los padres envían a los hijos que, por presentar necesidades especiales, requieren de una atención y unos procesos educativos adaptados a sus peculiaridades. Ante la extrañeza de que se aprovechase el estado de alarma, cuyo objetivo, se supone, es concentrar los esfuerzos en superar la pandemia que nos afecta, y, por que no decirlo, velar por que el daño económico para todos sea el mínimo posible, consulté la noticia en internet, en donde pude cerciorarme de su veracidad.
   Aún sin apagar la pantalla del ordenador, me vino a la memoria la figura de mi amigo y compañero de la infancia Quique, con quien, durante el cuarto curso de la extinta Educación General Básica, compartí aula, juegos y las burlas de una parte de los compañeros, en su caso debido a la incapacidad que desde el nacimiento padecía y que le hacía ir con más lentitud en la comprensión y adquisición de los conocimientos impartidos por los profesores -de hecho ya iba un curso atrasado y sin visos de llegar a superar aquél, como así sucedió- y, en mi caso, por razones de peso, en concreto de un elevado peso.
    Al año siguiente, nuestros respectivos progenitores decidieron enviarnos a otro colegio; en el caso de Quique, a uno de educación especial y a mi a un colegio mixto dirigido por monjas. En un principio, el distanciamiento no fue total, pues era habitual que coincidiéramos en parques o canchas de juego -el futbito era lo que más practicábamos-, ocasiones estás en las cuales, además de compartir patadas al balón, aprovechaba para preguntarle por cómo le iba en el nuevo colegio, a lo que él siempre me respondía sonrisa en boca, que "muy bien", así como que estaba aprendiendo mucho y no añoraba el colegio en el que nos habíamos conocido.



   Poco a poco nos fuimos distanciando, por compartir nuevos ambientes, entretenimientos y amistades. No fue, hasta hace apenas año y medio, coincidiendo con una visita que realice al pueblo en donde se desarrollo parte de mi infancia, cuando, caminando por la calle que lleva al parque infantil, en donde me esperaba mi esposa con nuestros hijos, me cruce con Quique. Aunque pasados muchos años, nos reconocimos enseguida, nos saludamos con un efusivo abrazo e intercambiamos comentarios sobre nuestras vidas. El había mejorado su dicción -de hecho, sólo le quedaba de su anterior incapacidad para hablar con fluidez, un ligero tartamudeo-; ¡qué alegría cuando me hizo saber que estaba trabajando en el servicio de limpieza del Ayuntamiento! 
   Afortunado él, que nació en una época en la que los padres pudieron optar por educar a su hijo con discapacidad intelectual, en un centro en donde todos los recursos materiales y personales -estos últimos fundamentales-, estaban orientados al desarrollo de las personas con este tipo de afecciones, facilitando así su incorporación en la sociedad.
   ¿Qué sucederá si, al final, se aprueba esta ley?
   Hasta la próxima. 

martes, 5 de mayo de 2020

DE ÁNGELES Y PAULINAS


Estimado lector:
En la tarde lluviosa de un viernes, estaba repasando mi correo electrónico, cuando pude observar que José, el Águila para los amigos -algún día explicaré el por qué de este sobrenombre-, me había enviado un mensaje que, de inmediato, captó mi interés sobre los demás, pues los suyos solían ser de tono alegre y distendido 
Me ofrecía, en el cuerpo del mensaje, un enlace sobre el que hacer click. Cuando así procedí, en la pantalla de mi ordenador apareció la imagen de una ojerosa y balbuciente Paulina Rubio, otrora glamurosa cantante de ese país hermano del nuestro, llamado México. No voy a entrar en muchos detalles en la descripción de lo visto en dicho video, pues seguro que la mayoría ya conocen su contenido y, si no fuese así, es muy fácil hacerlo, tras introducir los datos en cualquier buscador de los que nos ofrece la red.
En un primer momento, he de reconocer que me reí de la cantante;. es más, incluso me sentí bien, muy bien, y llegué a pensar algo así como: “Se lo tiene merecido”; pues ver a un personaje famoso haciendo el ridículo, en lo que parecía ser no sólo un desmoronamiento de su imagen pública, sino, incluso,de su propio ser como persona, hizo sentirme mejor, como si eso me elevara por encima de mi aburrida y anónima existencia.
Ni pude ni quise evitar compartir las imágenes con mi esposa, tras lo cual, ella, con rictus serio, me pregunto: "¿Y qué te hace gracia?” Extrañado por su reacción, le devolví la pregunta,diciendo: “¿Pero tú la has visto’?” Mi mujer me miró durante unos instantes, como la madre mira al hijo que acaba de hacer una trastada que la llena de un sentimiento mezcla de ira y de decepción. Antes de salir del salón, y rompiendo el silencio que se había creado, dijo: “Pues no me hace gracia ninguna, y no entiendo que a ti te lo haga, ¿recuerdas como reaccionabas cuando se metían con tu primo Ángel?”.
Pongo en antecedentes a los lectores, para que puedan entender el motivo por el que esta apreciación de mi esposa tuvo un profundo impacto en mí. A saber: Ángel fue como un hermano para mí, pues, siendo el sólo mayor que yo en seis meses, y residiendo en el mismo vecindario, de niños pasábamos juntos mucho tiempo de juegos, riñas y reconciliaciones que fortalecían, todo ello, nuestra relación. Fue durante la adolescencia, cuando nuestros caminos comenzaron a separarse. Las amistades con las que empezó a relacionarse eran muy contrarias a las que le hubiesen resultado convenientes. Si yo no hubiese tenido la guía de mis padres (algo de lo que él careció), me hubiese adentrado por los mismos caminos hostiles al correcto desarrollo de cualquier mozo que aspira a alcanzar la plenitud como persona. 
Pues bien, mi primo acabó víctima del destructivo hábito que también se imputa a la cantante mexicana, por el sospechoso restriego nasal que ésta exhibió ante la audiencia, tras desaparecer durante unos instantes de la pantalla, como actor de teatro que se refugia tras las bambalinas, medroso de la reacción de un público no satisfecho con su actuación, y que ha sido objeto de numerosos comentarios burlescos, que, en escarnio y en su día, muchos también profirieron contra mi primo, sin tener en cuenta la bondad que su ser albergaba, y de la que yo era sabedor. En cambio, ante el video mencionado, reaccioné de manera similar a aquellos a los cuales reprochaba su inmisericorde actitud con Ángel. Para mi primo, todo esto fue una pesada losa en su camino hacia la recuperación; camino por el que, aún hoy y transcurridos muchos años, transita su existencia.
Por eso, avergonzado y arrepentido, me he comprometido -y con humildad, me atrevo a proponer lo mismo a todos mis estimados lectores-, que, en estos casos y antes de dejar suelta la serpiente viperina en la que muchas veces se convierte nuestra lengua, nos detengamos, pensemos y, si algo hemos de decir, que sean palabras de comprensión y ánimo, y no de desprecio y humillación, pues todos tenemos a un Ángel y a una Paulina cerca de nosotros -y no solo en medios digitales-, los cuales sufren no solo las consecuencias perniciosas de sus propias actos, sino, además, las de nuestras acciones y omisiones henchidas de desprecio e indiferencia.
Hasta la próxima.






VEN, COVID, VEN

 Querido lector:

   En el cuadragésimo tercer día de la forzada reclusión domiciliaria decretada por el Gobierno de España, pasados quince minutos del mediodía, abandoné el domicilio familiar con intención de acercarme al supermercado más cercano y adquirir los alimentos necesarios para algunos de los días que estaban por venir. Mi trayecto me obligaba a pasar junto a un jardín de titularidad municipal y, cuando ya estaba próximo, llegaron a mis oídos unas palabras que captaron mi atención, puesto que alguien -el tono de la voz, parecía indicar que era un varón-, exclamaba: “¡Ven aquí,Covid, se obediente!”
  Agudizé mis sentidos y pude comprobar como un hombre, que aparentaba unos sesenta años y acababa de depositar una bolsa de plástico en una papelera, seguía llamando con insistencia a un perro, todavía cachorro, que no paraba de corretear a su alrededor, hasta el momento en el que, quien parecía ser su dueño, logró enganchar el extremo de la correa en el collar que le rodeaba el cuello, tras lo cual, ambos abandonaron aquél lugar, renombrado de manera popular como el “cagódromo”.
   Como llevaban la dirección opuesta a la mía, aproveché para interrumpir su marcha, diciéndole: “Disculpe, caballero”. Se detuvo y, como ambos estábamos desprovistos de mascarilla, mantuvimos una prudente distancia física. Enseguida me preguntó: “¿Qué quiere?”
   -Sin querer, he oído el nombre con el que llama a su mascota-le respondí.
   -¿Y le extraña, verdad? No es usted el único. Verá, este perro me lo regalaron pocos días antes de que empezara la reclusión y ,con sinceridad, me ha venido muy bien, pues vivo solo desde hace dos años, que enviudé...
   -Lo siento-le interrumpí.
   -Gracias-prosiguió hablando-; al principio pensé en llamarle Toby, pero, al empezar este tiempo de pandemia, ve vino la inspiración y decidí llamarlo Covid, a secas, sin el apellido de diecinueve que le acompaña.
   -Ya, pero sigo sin comprender.
   -Ahora lo entenderá; este es un cachorro rotwailer, una de esas razas catalogadas como peligrosas; por ello, ¿qué he de hacer con él para que pueda tenerlo conmigo en mi piso, sin generar problemas, o sacarlo a pasear de manera tranquila, sobre todo cuando crezca? Pues yo se lo diré: domesticarlo, es más, debería hacerlo aunque fuese un caniche. 
   Tras esto, continuó diciendo:”Si me disculpa, he de marcharme, pues aún tengo que prepararme la comida. Adiós”.
   Me despedí de la misma manera y ambos retomamos la dirección que llevábamos al principio. Durante mi marcha, e incluso horas después, venían a mi mente interrogantes tales como:¿seremos capaces de domesticar al covid de apellido diecinueve?;¿cuánto tardaremos?. Lo que sí me quedó claro es que, de momento, estamos en el proceso inicial y la “mascota” nos está dando más de una dentellada, como negándose al destino que vislumbra: ser controlada por el hombre.
   Hasta la próxima ocasión