DE UNOS CALCETINES
Estimado
confidente:
En
la noche de un jueves, que ya de por sí había resultado un día
exasperante y agotador por cuestiones que aquí no voy a relatar,
pero que, confiado en que el cielo me de la oportunidad, así lo haré
en otra ocasión, puesto que lo sucedido merece ser contado, y
mientras nos preparábamos para acostarnos, vi unos calcetines de
color rosa con lunares negros, tirados en el suelo del pasillo,
justo en frente a la entrada del dormitorio de mis hijas. Mi mujer,
conocedora también de este hecho, pregunto en voz alta:"¿De
quién son estos calcetines?”, a lo que nuestra hija de diez
años, ya a punto de acostarse, contesto:"Míos”.Y ante la
maternal petición de recogida, la respuesta obtenida fue un no
rotundo, posponiendo tal tarea para mañana.
Cansados
y sin ánimo de discutir, así dejamos la cuestión y fuimos todos a
dormir. Al día siguiente, los calcetines continuaron en el mismo
lugar, pues mi hija seguía negándose y nosotros no estábamos
dispuestos a recogerlos, ya que, acordando en educar a nuestro hijos
en la responsabilidad, consideramos que debía ser ella quien lo
hiciese. Pero seguían pasando los días y los calcetines, que, como
si fuesen manzanas olvidadas en el frutero, parecían comenzar a
pudrirse, seguían ocupando el mismo lugar Así que, ¿cómo
convencer a nuestra hija de la bondad que, para el desarrollo de su
persona, suponía el recoger sus calcetines?
Para
ello, leí un par de libros de autoayuda que parecían enseñar a
superar los conflictos con los hijos durante su educación, vi
decenas de tutoriales en youtube, impartidos por psicólogos y
pedagogos de aparente solvencia en la materia; y, como no, organice
para ir más rápido -pues los calcetines comenzaba a oler a residuo
en descomposición- una videollamada con todos nuestros amigos y
conocidos con hijos de edades similares a la de mi hija. He de decir
que las soluciones que todos estos recursos me facilitaron, no me
aportaron nada nuevo a lo que ya venía realizando: tratar de
entender la razón del comportamiento de mi hija, estar cerca a ella,
mostrándome “buenrollista”, motivándola, y casi jaleándola, a
la realización del tal ardua tarea. Así que seguí dándole vueltas
tratando de encontrar la solución.
He
aquí que, cuando mi mujer se disponía a servir una jugosa pechuga de pollo con su guarnición, como parte de la comida del día, la bombilla de bajo consumo que a veces se enciende dentro
de mi cerebro, me alumbró la senda a seguir. Alcancé a detenerla y hacerme con el plato que portaba, al mismo tiempo que, dirigiéndome a nuestra hija en estado
de rebeldía, dije: “No tendrás comida, hasta que recojas los
calcetines”.
Comenzaron
a volar cuchillos por el aire hacia mi pecho, provenientes de la
mirada de mi descendiente; ahora bien, tras unos minutos y acabada la
munición, mi hija abandonó la mesa, salió del comedor y, tras dejar
los calcetines ya casi fosilizados en la cesta de la ropa para lavar, volvió con nosotros para dar buena cuenta de las viandas que en la
mesa ya se habían dispuesto, incluyendo las suyas.
Durante
el resto de la comida, no sé porqué me vino a la mente el recuerdo de
mis padres, así como de los castigos -perdón, hoy se llaman
consecuencias negativas- que ellos me aplicaban, siempre ajustados y
respetuosos con mi persona, y que en mucho me ayudaron y en nada me
perjudicaron, sin provocarme ningún perjuicio en el desarrollo de mi
personalidad -excepto por la manía que me ha dado por escribir en
este blog-.
Hasta
la próxima.