sábado, 25 de julio de 2020

HACERSE EL SUECO

   
     Querido lector:   
   En la tarde de un sábado de cielo gris, que anunciaba tormenta de verano, acudió a mi casa como invitado mi amigo Osvaldo de los Ríos Caudalosos, a quién hacía ocho años había conocido, en un principio, como paciente suyo en la clínica de Traumatología, Rehabilitación y Fisioterapia que regenta, y a la que acudí por recomendación de otro amigo, ya que, por aquél entonces, sufría unos dolores de espalda bastante fuertes.
   Pues bien, después de dar buena cuenta de la comida, y mientras tomábamos el café, mi amigo comenzó a contarme una anécdota que le había sucedido el martes de esa misma semana, que, por curiosa, y sin que a Osvaldo le importe, quiero compartir con mis apreciados lectores. Se ve que, mientras mi amigo esperaba la llegada del taxi que había solicitado tras concluir la jornada de trabajo, y que le tendría que llevar de vuelta a su hogar, justo a su lado, dos hombres para él desconocidos, se toparon mientras caminaban, iniciando una conversación a la que,  por la cercanía en la que se encontraban y por la falta de una mejor distracción, mi amigo aplicó su sentido del oído, pudiendo después reproducirla y yo aquí escribirla. Transcurrió de la siguiente manera:
   "-Buenas tardes, Jacinto
   -Buenas tardes, Leovigildo, ¿cómo estás?
   -Bien, ¿y tú?
  -Pues aquí, tirando -respondió Jacinto, que parecía ser más bajo que su compañero de conversación.
   -¿Y de qué tiras, si se puede saber?-pregunto Leovigildo.
   -Pues de la vida, ¡de qué sino!, ¿y tú?
   -Yo voy tirando también, pero hacia mi casa, que mi mujer me estará esperando para cenar.
   -¡Qué suerte!
   -Sí, es una buena esposa, madre, muy trabajadora...
   -¡No!
  -¿Cómo que no? ¡A mi me lo vas a decir!- repuso el tal Leovigildo, comenzando a parecer molesto.
   -No me refiero a tu esposa, sino a la fortuna de poder disfrutar de la cena de la que, a seguras, darás buena cuenta.
   -Sin duda.
   -Yo llevo varios días sin poder llevarme nada a la boca...
 -¡Claro! Ya decía yo que te notaba algo raro. No te preocupes, te puedo ayudar.
   -¿De verdad? No sabes lo que te lo agradecería.
 -Por suerte, siempre llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta, el tubo de una pomada estupenda que siempre me aplico,cuando tengo algún dolor que me impide mover alguna parte de mi cuerpo con facilidad, ¡parece milagrosa! Toma y aplícatela en los brazos y ya verás cómo podrás volver a coger los cubiertos y comer con facilidad. ¡Ya no vas a pasar hambre! No me lo agradezcas y disculpas por las prisas, pero, como ya te he dicho, mi esposa me espera para cenar. Adiós, Jacinto."
   Después de que Osvaldo terminase de contarme lo que aquí he escrito y, conociendo su buen corazón, le pregunté por la reacción que él hubiese podido tener, a lo que me respondió, lo siguiente: "Bueno, como te podrás imaginar, no pude permanecer impasible; así que me acerqué a aquel hombre, me presenté y le dejé mi tarjeta, asegurándole que, si acudía a mi clínica, no sólo le aliviaría, sino que también le resolvería sus problemas en los brazos, haciéndole un descuento del cincuenta por ciento en la primera consulta."
   Hasta la próxima.

sábado, 18 de julio de 2020

LA LITRONA

  

     Estimado lector:
    En el atardecer de un Jueves veraniego, de hace ya cinco años, decidí telefonear a mi amigo Matías, pues hacía tiempo que no sabía de él, habiéndose ya cumplido un año desde que se traslado a vivir al lado opuesto del país en donde residía hasta aquel entonces, y que coincidía con el lugar en el que yo habitaba, y en donde aún lo sigo haciendo.
   Estuvimos bastante tiempo hablando de manera animada y, cuando consideraba que ya había llegado el momento de poner fin a la conversación, mi amigo logró alargarla aún más, ya que, con voz que había comenzado a sonar apesadumbrada, me reconoció que estaba pensando muy en serio en retornar, pues, según él, todos las ilusiones con las que se había trasladado hasta allí, se habían desvanecido.
   "¿Sabes? -me preguntó-, creo que soy como las litronas que suelo comprar en el supermercado para beber durante las comidas." Al decirle que no entendía lo que me quería decir con esa comparación, Matías continuó diciendo: "al principio está sabrosa y refrescante, pero, pasado apenas un día, la fuerza y el sabor van desapareciendo, dejando de cumplir la función para la que fue hecha: agradar el paladar del que la consume. Pues así soy yo, que más pronto que tarde, pierdo mi empuje inicial, ese con el que creo que voy a poder salvar cualquier obstáculo que aparezca al tiempo de hacer realidad el proyecto, idea o sueño que primero hubiese aparecido en mi cabeza." 


   Habiendo entendido lo que quería decir, y conociendo como era y había sido siempre mi amigo, y con ánimo de ayudar a quien tenía y tengo en buena estima, le dije: "Escucha, Matías, a todos nos sucede que, cuando comenzamos a perseguir aquello que anhelamos, el impulso con que nos mueve las ganas por conseguirlo y la dicha que imaginamos sentir cuando lo alcancemos, parece nos va acompañar siempre y, además, nos creemos que con él seremos capaces de vencer cualquier dificultad, que siempre las habrá y de diferente clase; pero, en el esfuerzo por obtener el objeto de nuestro deseo, el desaliento hará acto de presencia, pues, en realidad, siempre está al acecho, intentando hacer de nuestra alma presa del pesimismo y, con éste, hacernos caer en la tibieza al tiempo de perseverar en nuestra lucha, ésa que da sentido profundo a nuestra vida. ¡No te rindas! Sigue adelante, pero no te apoyes en las emociones del momento, pues como vienen se van, y, el seguir sus dictados, no hace de nosotros más que veletas; apóyate en tu voluntad, en ese querer hacer lo correcto en cada momento, en la firme decisión que, en su día, tomaste y por la cual tu corazón se vio henchido de alegría y esperanza, a pesar de las dificultades por las que estabas atravesando, pues, por fin, tenías una misión, un qué hacer en y con tu vida. Y eso, querido amigo, es mucho tener, que nada ni nadie te lo quite: ¡aférrate a tu voluntad!"
   Como no podía ser menos, nos despedimos con cordialidad y, aún hoy, Matías no ha regresado.
    Hasta la próxima.


viernes, 10 de julio de 2020

DONDE PONGO EL OJO, PONGO LAS DIOPTRÍAS.


   Éso fue, apreciado lector, lo que me espetó mi amigo Ildefenso, durante el transcurso de la conversación que manteníamos sentados en la terraza de una cafetería, mientras tomábamos el primer café, acompañado de tostadas con mantequilla -la suya, a mayores, coronada con mermelada de fresa-, pues habíamos acordado, el día anterior, desayunar juntos.

  De esta manera, cambió el tono del dialogo que venía discurriendo por los cauces habituales cuando dos amigos, que hace tiempo que no se ven, se ponen al día de sus respectivas vidas; Ildefonso comenzaba así a confesarme que estaba harto de, antes de tomar una decisión, por nimia que fuera, detenerse una y otra vez a analizar los pros y los contras, los efectos que pudiera tener, así como los medios para llevarla a cabo. Y continuó diciendo que “he hecho repaso y, puedo asegurarte que, en las decisiones más importantes de mi vida, o bien me he equivocado o, cuando ya me había decidido, el tiempo adecuado para hacerlo se había esfumado; creo que el mayor acierto de mi vida ha sido casarme con mi mujer, ¡y acerté porque me eligió ella!”.

   Tras el último trago, me confesó que en adelante las decisiones las tomaría de manera más impulsiva, siguiendo lo que en cada preciso momento considerase correcto, haciendo caso a lo que le dijera el corazón y, antes de levantarnos para abandonar el establecimiento, dijo que “no obstante, sigo teniendo reparos, pues si mi sentido de la vista está limitado por las dioptrías, mi órgano más vital sufre de arritmias, así que no es del todo fiable. Supongo que he de resignarme y admitir que nunca voy a tener la seguridad plena en las decisiones que tome; no me queda otra que, como si fuese un torero, santiguarme antes de salir al ruedo de la vida y, muleta en mano, confiar en que, con habilidad, sea capaz de esquivar las embestidas con las que el miedo al fracaso intente acabar con mi voluntad y las acciones con las que pretenda llevarla a cabo.”

   Hasta la próxima.



sábado, 4 de julio de 2020

DEL VALLE DE LOS CAÍDOS


Apreciado lector:
Mientras esperaba la oportunidad de ser atendido en la papelería cercana a mi domicilio, llegó a mis oídos la conversación de los dos caballeros que estaban siendo despachados por el personal del negocio. Uno mostraba su indignación por todo lo que había sucedido en estos últimos meses en el Valle de los Caídos, pareciéndole, por lo que decía, una auténtica desfachatez, así como un sacrilegio, exhumar un cadáver de su lugar de descanso, en contra, incluso, de la voluntad de su familia. ”Ésto, créanme ustedes” dijo pareciendo dirigirse a todos, “es sólo el comienzo; no pararán hasta que destruyan por completo el lugar”.
Mientras, desde el otro extremo del mostrador, un señor de bigote hacía muecas con cierta sorna, al tiempo que replicaba diciendo: “¡Ya era hora! Había que hacer justicia a la memoria de muchos ¡Ahora sí que comenzamos a ser libres en este país!” Y continuaron la conversación, añadiendo las víctimas que a cada uno les había provocador la contienda que muchos ya sólo hemos conocido en los libros de historia, en lo que parecía una descorazonadora competición. Cuando terminaron los dependientes de servirles lo que habían ido a comprar, ambos abandonaron el local, siguiendo la conversación de manera acalorada, y llegándome así el turno.
Poco tiempo tardaron en darme las cartulinas y el pegamento que necesitaban mis hijos para sus manualidades domésticas, con lo que, pasados unos breves minutos, abandoné yo también el establecimiento, percatándome de que los dos hombres permanecían en la calle, a unos pocos metros. Ahora estaban con un tercero que, con rapidez, identifiqué como el pobre que apostado en la esquina del edificio de “La Pilarica” -que así se llama la papelería-, implora todos los días una ayuda que alivie su situación. Me sorprendió que agarraba a los hombres por el antebrazo y parecía decirles algo que mudaba la expresión de sus rostros.
No sé el tiempo que transcurrió hasta que el mendigo se alejó de ellos, sin volver después al lugar en el que de manera habitual se le podía encontrar; pero no dejó de llamarme la atención que los hombres que antes discutían, permanecían en el mismo sitio con aspecto más calmado. Sin poder evitar allegarme hasta ellos, les pregunté si les había molestado aquel menesteroso, a lo que uno de ellos me respondió que no, mientras el otro añadió que ni siquiera les había pedido limosna.“Entonces, ¿qué quería?” les pregunté. Ambos se miraron y el señor bajo y calvo me respondió: ”Nos dijo que, desde donde estaba, le había llegado nuestra conversación, por el elevado tono de voz estábamos empleando, y que, sin ánimo de molestar ni de corregir, deseaba hacernos una observación, a lo que ambos accedimos”. Intrigado, pregunté: “¿Y qué les dijo?” En esta ocasión, el caballero de bigote y un poco más alto que el otro, fue quien me respondió:” Pues nos dijo que, sin duda, muchas habían sido las víctimas de la guerra, pero que, sin parecer desconsiderado, todas estaban ya muertas y ya ocupaban un lugar en el recuerdo, en el corazón y en las oraciones de muchos; pero que, en cambio, otro buen número de personas están sufriendo, hoy mismo, las consecuencias de la violencia , del hambre, de la enfermedad , de la soledad, de la ignorancia y de otros muchos males, viendo más próxima su muerte, que la posibilidad real de continuar con su vida. Y terminó preguntándonos si habría que esperar a que ya no estuviesen con nosotros, para acordarnos de ellos, estando aún a tiempo de poner remedio a sus males.”
Me despedí de aquella extraña pareja, que parecía iniciar una nueva conversación en forma amistosa, y retorné a mi hogar, fijándome si, acaso, alguien más estaba apostado en la calle mendigando ayuda.
Hasta la próxima.