domingo, 9 de agosto de 2020

EL VIAJE

   

     Querido lector:

   En la noche del miércoles, justo antes de acostarme, el sonido de mi teléfono móvil interrumpió mi entrada en el lecho. Contesté con rapidez, tratando de evitar que el resto de mi familia, que ya estaba durmiendo, se despertase, pudiendo reconocer de inmediato la voz de mi amigo Silvestre, con el que, con franqueza, no me apetecía hablar mucho, dado que sólo me llamaba una vez al año, sin más pretensión que narrarme sus peripecias por no sé que país lejano (cada año era uno diferente), haciendo tampoco sé que actividad arriesgada y, al menos para él, excitante, así como las largas fiestas nocturnas, en las que siempre, y digo siempre, pues no puedo dejar de reconocer su habilidad, se hacía acompañar de bellas mujeres, una diferente en cada ocasión.

   Reconozco que, hace muchos años, siendo más joven y sin atadura emocional, en alguna ocasión -no muchas, pues me resultaba difícil seguir su ritmo-, le acompañé en alguna de sus correrías, y, por ese extraño vínculo que a veces se crea entre los hombres que comparten excesos, todos los años teníamos el mismo tipo de conversación -que comenzaba a resultarme tediosa-, en la que él siempre remataba diciéndome lo que me estaba perdiendo por haberme casado, lo atado que estaba con mis hijos, y que si yo no había sabido montármelo en mi vida, pues tenía que haber sido como él, es decir, y según sus palabras,“libre, sin ataduras, haciendo en cada momento lo que me da la real gana y con quien me apetece en cada ocasión.”

   Pertrechado de paciencia, pero con el ánimo de dar fin a la conversación a la mayor brevedad, así como en la esperanza de que Silvestre entendiese que sus llamadas ya me resultaban prescindibles e, incluso, molestas, comencé a escuchar lo que mi amigo me tenía que decir y que, con franqueza, me dejo sorprendido, pues no tardó en reconocerme que me llamaba desde el lugar en donde, al menos de manera oficial, tenía su lugar de residencia habitual -a unos pocos kilómetros del mío-, y que este año no se había ido a ningún sitio “y no por miedo al covid, pues he decidido emprender el viaje más difícil de todos y el que, a pesar de las excusas que nos inventamos para evitar el transitar por las sendas por las cuales nos lleva, de manera inexorable tenemos que afrontar, si en algo nos queremos parecer a la idea de persona.”

   Cómo había logrado despertar mi curiosidad, le pregunté qué clase de viaje era ése, a lo que él me respondió diciéndome que “era el viaje interior, en el que espero llegar al lugar en el que pueda encontrarme con mi verdadero yo, así como descubrir la misión que me ha sido encomendada en esta vida, que, amigo mío, hasta ahora no ha sido más que un sinfín de experiencias concatenadas, sin significado profundo y que no son más que caza de viento”. Hizo una pausa, como si cogiera el aliento necesario para seguir abriendo su corazón, y prosiguió diciendo: “He descubierto que, cualquier quehacer de nuestra vida, no puede ser auténtico si no está fundamentado en el compromiso con las ideas y creencias que uno pueda tener y profesar, pero sobre todo, compromiso con las personas que te puedan rodear y que te impulsa a alegrarse de la buena dicha ajena y, porque también abundan, dejarte afectar por las desgracias de los que te rodean, y no de una manera sentimental, sino haciendo lo posible por enjugar las lágrimas del que sufre de tal manera que, al menos, alivien el dolor con el consuelo de verse acompañado por un verdadero amigo. Yo, como bien sabes, he hecho siempre lo contrario guiado por mi egoísmo, pero ¡basta ya! Y, aunque apenas he comenzado a dar los primeros pasos por esta nueva ruta, puedes estar bien seguro de que ya nunca la abandonaré, por más que las piedras que me encuentre en mi caminar, me hagan tropezar y topar con mi cuerpo en la dureza del suelo; me levantaré y seguiré dando pasos cada vez mas firmes y decididos; te lo aseguro, amigo”.

   Sólo acerté a darle ánimos y mostrarle mi confianza en que alcanzaría el propósito que ahora estaba dispuesto a lograr y, antes de acabar nuestra conversación, le hice la petición de no sólo mantenerme informado de sus avances, sino además de que no dudase en buscar auxilio en mi persona pues, con más o menos acierto, en lo que necesitase intentaría ayudarle.

   Hasta la próxima.



sábado, 25 de julio de 2020

HACERSE EL SUECO

   
     Querido lector:   
   En la tarde de un sábado de cielo gris, que anunciaba tormenta de verano, acudió a mi casa como invitado mi amigo Osvaldo de los Ríos Caudalosos, a quién hacía ocho años había conocido, en un principio, como paciente suyo en la clínica de Traumatología, Rehabilitación y Fisioterapia que regenta, y a la que acudí por recomendación de otro amigo, ya que, por aquél entonces, sufría unos dolores de espalda bastante fuertes.
   Pues bien, después de dar buena cuenta de la comida, y mientras tomábamos el café, mi amigo comenzó a contarme una anécdota que le había sucedido el martes de esa misma semana, que, por curiosa, y sin que a Osvaldo le importe, quiero compartir con mis apreciados lectores. Se ve que, mientras mi amigo esperaba la llegada del taxi que había solicitado tras concluir la jornada de trabajo, y que le tendría que llevar de vuelta a su hogar, justo a su lado, dos hombres para él desconocidos, se toparon mientras caminaban, iniciando una conversación a la que,  por la cercanía en la que se encontraban y por la falta de una mejor distracción, mi amigo aplicó su sentido del oído, pudiendo después reproducirla y yo aquí escribirla. Transcurrió de la siguiente manera:
   "-Buenas tardes, Jacinto
   -Buenas tardes, Leovigildo, ¿cómo estás?
   -Bien, ¿y tú?
  -Pues aquí, tirando -respondió Jacinto, que parecía ser más bajo que su compañero de conversación.
   -¿Y de qué tiras, si se puede saber?-pregunto Leovigildo.
   -Pues de la vida, ¡de qué sino!, ¿y tú?
   -Yo voy tirando también, pero hacia mi casa, que mi mujer me estará esperando para cenar.
   -¡Qué suerte!
   -Sí, es una buena esposa, madre, muy trabajadora...
   -¡No!
  -¿Cómo que no? ¡A mi me lo vas a decir!- repuso el tal Leovigildo, comenzando a parecer molesto.
   -No me refiero a tu esposa, sino a la fortuna de poder disfrutar de la cena de la que, a seguras, darás buena cuenta.
   -Sin duda.
   -Yo llevo varios días sin poder llevarme nada a la boca...
 -¡Claro! Ya decía yo que te notaba algo raro. No te preocupes, te puedo ayudar.
   -¿De verdad? No sabes lo que te lo agradecería.
 -Por suerte, siempre llevo en el bolsillo interior de mi chaqueta, el tubo de una pomada estupenda que siempre me aplico,cuando tengo algún dolor que me impide mover alguna parte de mi cuerpo con facilidad, ¡parece milagrosa! Toma y aplícatela en los brazos y ya verás cómo podrás volver a coger los cubiertos y comer con facilidad. ¡Ya no vas a pasar hambre! No me lo agradezcas y disculpas por las prisas, pero, como ya te he dicho, mi esposa me espera para cenar. Adiós, Jacinto."
   Después de que Osvaldo terminase de contarme lo que aquí he escrito y, conociendo su buen corazón, le pregunté por la reacción que él hubiese podido tener, a lo que me respondió, lo siguiente: "Bueno, como te podrás imaginar, no pude permanecer impasible; así que me acerqué a aquel hombre, me presenté y le dejé mi tarjeta, asegurándole que, si acudía a mi clínica, no sólo le aliviaría, sino que también le resolvería sus problemas en los brazos, haciéndole un descuento del cincuenta por ciento en la primera consulta."
   Hasta la próxima.

sábado, 18 de julio de 2020

LA LITRONA

  

     Estimado lector:
    En el atardecer de un Jueves veraniego, de hace ya cinco años, decidí telefonear a mi amigo Matías, pues hacía tiempo que no sabía de él, habiéndose ya cumplido un año desde que se traslado a vivir al lado opuesto del país en donde residía hasta aquel entonces, y que coincidía con el lugar en el que yo habitaba, y en donde aún lo sigo haciendo.
   Estuvimos bastante tiempo hablando de manera animada y, cuando consideraba que ya había llegado el momento de poner fin a la conversación, mi amigo logró alargarla aún más, ya que, con voz que había comenzado a sonar apesadumbrada, me reconoció que estaba pensando muy en serio en retornar, pues, según él, todos las ilusiones con las que se había trasladado hasta allí, se habían desvanecido.
   "¿Sabes? -me preguntó-, creo que soy como las litronas que suelo comprar en el supermercado para beber durante las comidas." Al decirle que no entendía lo que me quería decir con esa comparación, Matías continuó diciendo: "al principio está sabrosa y refrescante, pero, pasado apenas un día, la fuerza y el sabor van desapareciendo, dejando de cumplir la función para la que fue hecha: agradar el paladar del que la consume. Pues así soy yo, que más pronto que tarde, pierdo mi empuje inicial, ese con el que creo que voy a poder salvar cualquier obstáculo que aparezca al tiempo de hacer realidad el proyecto, idea o sueño que primero hubiese aparecido en mi cabeza." 


   Habiendo entendido lo que quería decir, y conociendo como era y había sido siempre mi amigo, y con ánimo de ayudar a quien tenía y tengo en buena estima, le dije: "Escucha, Matías, a todos nos sucede que, cuando comenzamos a perseguir aquello que anhelamos, el impulso con que nos mueve las ganas por conseguirlo y la dicha que imaginamos sentir cuando lo alcancemos, parece nos va acompañar siempre y, además, nos creemos que con él seremos capaces de vencer cualquier dificultad, que siempre las habrá y de diferente clase; pero, en el esfuerzo por obtener el objeto de nuestro deseo, el desaliento hará acto de presencia, pues, en realidad, siempre está al acecho, intentando hacer de nuestra alma presa del pesimismo y, con éste, hacernos caer en la tibieza al tiempo de perseverar en nuestra lucha, ésa que da sentido profundo a nuestra vida. ¡No te rindas! Sigue adelante, pero no te apoyes en las emociones del momento, pues como vienen se van, y, el seguir sus dictados, no hace de nosotros más que veletas; apóyate en tu voluntad, en ese querer hacer lo correcto en cada momento, en la firme decisión que, en su día, tomaste y por la cual tu corazón se vio henchido de alegría y esperanza, a pesar de las dificultades por las que estabas atravesando, pues, por fin, tenías una misión, un qué hacer en y con tu vida. Y eso, querido amigo, es mucho tener, que nada ni nadie te lo quite: ¡aférrate a tu voluntad!"
   Como no podía ser menos, nos despedimos con cordialidad y, aún hoy, Matías no ha regresado.
    Hasta la próxima.


viernes, 10 de julio de 2020

DONDE PONGO EL OJO, PONGO LAS DIOPTRÍAS.


   Éso fue, apreciado lector, lo que me espetó mi amigo Ildefenso, durante el transcurso de la conversación que manteníamos sentados en la terraza de una cafetería, mientras tomábamos el primer café, acompañado de tostadas con mantequilla -la suya, a mayores, coronada con mermelada de fresa-, pues habíamos acordado, el día anterior, desayunar juntos.

  De esta manera, cambió el tono del dialogo que venía discurriendo por los cauces habituales cuando dos amigos, que hace tiempo que no se ven, se ponen al día de sus respectivas vidas; Ildefonso comenzaba así a confesarme que estaba harto de, antes de tomar una decisión, por nimia que fuera, detenerse una y otra vez a analizar los pros y los contras, los efectos que pudiera tener, así como los medios para llevarla a cabo. Y continuó diciendo que “he hecho repaso y, puedo asegurarte que, en las decisiones más importantes de mi vida, o bien me he equivocado o, cuando ya me había decidido, el tiempo adecuado para hacerlo se había esfumado; creo que el mayor acierto de mi vida ha sido casarme con mi mujer, ¡y acerté porque me eligió ella!”.

   Tras el último trago, me confesó que en adelante las decisiones las tomaría de manera más impulsiva, siguiendo lo que en cada preciso momento considerase correcto, haciendo caso a lo que le dijera el corazón y, antes de levantarnos para abandonar el establecimiento, dijo que “no obstante, sigo teniendo reparos, pues si mi sentido de la vista está limitado por las dioptrías, mi órgano más vital sufre de arritmias, así que no es del todo fiable. Supongo que he de resignarme y admitir que nunca voy a tener la seguridad plena en las decisiones que tome; no me queda otra que, como si fuese un torero, santiguarme antes de salir al ruedo de la vida y, muleta en mano, confiar en que, con habilidad, sea capaz de esquivar las embestidas con las que el miedo al fracaso intente acabar con mi voluntad y las acciones con las que pretenda llevarla a cabo.”

   Hasta la próxima.



sábado, 4 de julio de 2020

DEL VALLE DE LOS CAÍDOS


Apreciado lector:
Mientras esperaba la oportunidad de ser atendido en la papelería cercana a mi domicilio, llegó a mis oídos la conversación de los dos caballeros que estaban siendo despachados por el personal del negocio. Uno mostraba su indignación por todo lo que había sucedido en estos últimos meses en el Valle de los Caídos, pareciéndole, por lo que decía, una auténtica desfachatez, así como un sacrilegio, exhumar un cadáver de su lugar de descanso, en contra, incluso, de la voluntad de su familia. ”Ésto, créanme ustedes” dijo pareciendo dirigirse a todos, “es sólo el comienzo; no pararán hasta que destruyan por completo el lugar”.
Mientras, desde el otro extremo del mostrador, un señor de bigote hacía muecas con cierta sorna, al tiempo que replicaba diciendo: “¡Ya era hora! Había que hacer justicia a la memoria de muchos ¡Ahora sí que comenzamos a ser libres en este país!” Y continuaron la conversación, añadiendo las víctimas que a cada uno les había provocador la contienda que muchos ya sólo hemos conocido en los libros de historia, en lo que parecía una descorazonadora competición. Cuando terminaron los dependientes de servirles lo que habían ido a comprar, ambos abandonaron el local, siguiendo la conversación de manera acalorada, y llegándome así el turno.
Poco tiempo tardaron en darme las cartulinas y el pegamento que necesitaban mis hijos para sus manualidades domésticas, con lo que, pasados unos breves minutos, abandoné yo también el establecimiento, percatándome de que los dos hombres permanecían en la calle, a unos pocos metros. Ahora estaban con un tercero que, con rapidez, identifiqué como el pobre que apostado en la esquina del edificio de “La Pilarica” -que así se llama la papelería-, implora todos los días una ayuda que alivie su situación. Me sorprendió que agarraba a los hombres por el antebrazo y parecía decirles algo que mudaba la expresión de sus rostros.
No sé el tiempo que transcurrió hasta que el mendigo se alejó de ellos, sin volver después al lugar en el que de manera habitual se le podía encontrar; pero no dejó de llamarme la atención que los hombres que antes discutían, permanecían en el mismo sitio con aspecto más calmado. Sin poder evitar allegarme hasta ellos, les pregunté si les había molestado aquel menesteroso, a lo que uno de ellos me respondió que no, mientras el otro añadió que ni siquiera les había pedido limosna.“Entonces, ¿qué quería?” les pregunté. Ambos se miraron y el señor bajo y calvo me respondió: ”Nos dijo que, desde donde estaba, le había llegado nuestra conversación, por el elevado tono de voz estábamos empleando, y que, sin ánimo de molestar ni de corregir, deseaba hacernos una observación, a lo que ambos accedimos”. Intrigado, pregunté: “¿Y qué les dijo?” En esta ocasión, el caballero de bigote y un poco más alto que el otro, fue quien me respondió:” Pues nos dijo que, sin duda, muchas habían sido las víctimas de la guerra, pero que, sin parecer desconsiderado, todas estaban ya muertas y ya ocupaban un lugar en el recuerdo, en el corazón y en las oraciones de muchos; pero que, en cambio, otro buen número de personas están sufriendo, hoy mismo, las consecuencias de la violencia , del hambre, de la enfermedad , de la soledad, de la ignorancia y de otros muchos males, viendo más próxima su muerte, que la posibilidad real de continuar con su vida. Y terminó preguntándonos si habría que esperar a que ya no estuviesen con nosotros, para acordarnos de ellos, estando aún a tiempo de poner remedio a sus males.”
Me despedí de aquella extraña pareja, que parecía iniciar una nueva conversación en forma amistosa, y retorné a mi hogar, fijándome si, acaso, alguien más estaba apostado en la calle mendigando ayuda.
Hasta la próxima.

sábado, 27 de junio de 2020

MIENTRAS ME CORTABAN EL PELO


Apreciado lector:

Mientras Antonio, el barbero al que acudo de manera habitual, se empleaba en rasurarme el cabello, al tiempo que los que esperaban su turno se entretenían hablando de aspectos cotidianos, entró en el establecimiento un vecino de la localidad no muy apreciado, pues arrastraba con él fama de pendenciero, bebedor y rápido de manos al tiempo de alcanzar los bienes ajenos. A ninguno de los que estábamos allí, nos agradaba su presencia, mas bien nos provocaba tal malestar que el silencio se adueñó de la barbería durante unos tensos instantes, que concluyeron cuando Antonio dijo: “¿Conocéis la historia de Lorena?;¿no?, pues os la voy a contar”. Y prosiguió diciendo: “Esta chica, con dieciocho años, mirada color esmeralda y pelo lacio negro, vivía, no hace mucho, en el pueblo de Miñán, al noreste del país, y tenía revolucionados a sus conciudadanos, pues venía usando unos pantalones ajustados que no le alcanzaban los tobillos, los cuales llevaba sin protección alguna de las miradas ajenas, cubriendo los pies sólo con unas sandalias rojas y desgastadas.

Todos los días, tras acabar la jornada del trabajo que la tenía ocupada limpiando pescado en una conservera del lugar, Lorena retornaba caminando a su domicilio, situado en la tercera planta de un viejo y destartalado edificio en las afueras de la pequeña localidad, en donde convivía con una madre pegada a una botella de vino, la cual no paraba de maldecir al hombre que la abandonó, y con una hermana de edad aún más joven, que la aguardaba enfundada en un pijama raído y sin color, a quien, tras desprenderse de los vaqueros, se los entregaba diciéndole:

-Te los devuelvo, Rebeca, sal a dar una vuelta con tus amigas”.

Transcurridos unos breves momentos, después de que Antonio concluyese su narración, el ambiente se relajo y la amena conversación entre los que allí estábamos retornó, participando de ella, incluso, el recién llegado.

Hasta la próxima.


sábado, 20 de junio de 2020

PREPARANDO LAS VACACIONES

   Querido amigo:

   Mientras caminábamos por el paseo marítimo de la localidad norteña en la que residimos, durante la tarde de un Sábado soleado y de temperatura cálida, incluso por encima de lo habitual en primavera, Jacinto y yo compartíamos, además de un caminar un tanto cansino, conversación amena, durante la cual mi amigo me dio a conocer que, con su esposa, estaba ya organizando las próximas vacaciones y, con visible alivio, me anunciaba que este año no serían, como en otros anteriores, en lugares exóticos y, en cada uno de sus viajes, más recónditos; y continuó diciendo que eso era lo más positivo que había obtenido de la situación por la que estamos atravesando. 
   Yo, curioso, le pregunté si ya no le gustaba viajar, a lo que él contesto de manera afirmativa, pero que lo que ya no le apetecía, e incluso aborrecía, era la forma en que lo venía haciendo, puesto que "me he percatado que me lanzaba a conocer lugares en los que no había estado, sin criterio ni expectativa alguna, por el puro hecho de hacerlo; así que he estado en muchos sitios, pero ¿qué es lo que me ha aportado, además de una enorme colección de fotos impersonales y vídeos aburridos de ver, hasta decir basta? Pues eso, amigo, que ahora los viajes que haga junto a mi familia, tendrán un por qué y para qué bien claro, buscando la diversión, pero también el crecer como personas, sin importar si para eso he de irme muy lejos o permanecer en un lugar próximo".
   Cuando separamos nuestro caminar fui pensando en lo que me había comentado Jacinto, siendo interrumpidos mis pensamientos de manera inopinada, pues mi atención, como sin querer, se fijó en el anuncio que asomaba en la amplia cristalera de una agencia de viajes con la que topé en mi vuelta a casa,  y en el que se veía a una pareja sonriente -él alto, musculado y en bañador; ella de pelo negro, piel bronceada y enfundada en un bikini que dejaba ver la belleza de su cuerpo- que, sujetando cada uno una copa adornada con una pequeña sombrilla, invitaban a irse de vacaciones a no sé qué sitio, durante no sé cuánto tiempo y hacer no sé qué, salvo pasárselo bien, quizás gracias al efecto que la bebida que aparentaban tomar, pudiera tener en ellos.
Hasta la próxima.


domingo, 14 de junio de 2020

DE MI REGRESO AL BAR

   Querido lector:
   En el mediodía del Viernes, convocado por mi amigo Ernesto, acudí por primera vez en este tiempo, al bar que solemos frecuentar para disfrutar de la cerveza y los suculentos aperitivos que en este establecimiento la acompañan. A pesar del tiempo transcurrido sin vernos, obviamos no sólo darnos un abrazo, sino incluso darnos la mano, sin que esto restara un ápice a la alegría que sentíamos.
   Acomodados de la manera preceptuada en una de las mesas de la terraza, comenzamos una amena conversación durante el transcurso de la cual, mi amigo me reveló que, días atrás y aprovechando que vivimos en una de las comunidades autónomas en la que primero fue posible viajar entre sus provincias, había aprovechado para visitar a sus padres. Conocedor de la relación que mantenía con su padre, a causa del cual, a los diecisiete años abandonó el domicilio de sus progenitores, harto de los insultos y golpes a los que le sometía, todos ellos empapados en el alcohol que ingería, y cuya adquisición provocaba que la mayor parte del dinero que estaba destinado a entrar por la puerta del domicilio familiar, no llegase a cruzar el umbral, no pude evitar, sorprendido y curioso, el preguntarle por su padre.
   Me sorprendió su respuesta, pues, sonrisa en boca y alegría en la mirada, me respondió con un contundente :"¡Mejor que nunca!"; y continuó explicándome que su padre había dejado la bebida hacía ya tiempo, y que, lo primero que hizo nada más que llegó, fue postrarse ante Ernesto, implorándole perdón por todo el mal que le había causado. En principio, mi amigo no le hizo caso y le negó cualquier palabra y gesto ni tan siquiera de consideración ante la figura de su padre ante él humillado.
   Alojado en una pensión, se acercaba a visitar más que nada a su madre, que también había sufrido los desmanes de su esposo. En todas y cada uno de estos encuentros, no paraba de repetirle que le perdonara, que había cambiado,que era otro...y él, reticente al principio, comenzó a acercarse a su padre, pasando cada día un poco más de tiempo con él, hasta que, en una mañana en la que paseaban juntos por el pueblo en el que viven, de los labios de Ernesto brotó un "te perdono" que dejó paralizado, como estatua en medio de la calle, a su padre, pudiendo acertar a responder, tras unos instantes, un sentido gracias, seguido de un comentario que mi amigo confiesa no haber entendido en un principio:"¡Ahora soy libre! y te lo debo a tí".
   Conmovido, mi amigo remato su relato diciéndome:" ¿Sabes? El caso es que, desde aquél día, yo soy libre también".
Hasta la próxima





domingo, 7 de junio de 2020

DE LOS QUE MOLESTAN.

   Estimado amigo:
   Un miércoles de noche, mientras Juana, amiga de mi esposa, se disponía a cambiar el pañal de su hijo de seis meses, interrumpiendo, de manera provisional, la preparación de la cena que estaba realizando, su hija mayor de diez años comenzó, sin parecer tener fin, a hacerle preguntas fruto de su curiosidad por todo, aturdiendo a su madre de tal forma que, avergonzada, confesaba a mi mujer la respuesta que le dio: "¡No te imaginas lo que me estás molestando! Cállate un poquito, por favor". Ya fuese a causa de las palabras, ya fuese por el tono que pudo utilizar Juana o por ambas cosas, su hija, entre lágrimas, respondió: "¿Así que te molesto, eh? Yo creía que te gustaba estar conmigo y que nos contáramos cosas; ¡pues ahora ya se la verdad!".

   Mi esposa me hacía sabedor de todo esto, en uno de mis momentos de desconexión neuronal frente al televisor, mientras visionaba una repetición de un partido de fútbol celebrado hace más de veinte años, en el cual, mi equipo favorito lograba una épica victoria, con un gol del jugador que estaba en boga en aquella época, logrado en los últimos minutos del encuentro, cuando, justo en el momento en el que iba a tener lugar tal hecho, nuestra hija de nueve años aparece en el salón, colocándose justo frente al televisor e impidiéndome ver tal feliz acontecimiento, mientras me decía quería enseñarme lo bien que leía no sé qué cuento que, a resultas, se había convertido en su favorito.
   Molesto por ello, me levanté del sofá como si uno de sus muelles se hubiesen soltado para impulsarme a ello, y grité: "¡Quítate de ahí, que siempre, siempre estás molestando!". Tras unos breves instantes, mi hija abandonó el salón dirigiéndose a su habitación, con visibles pucheros en su rostro. Yo retorné a mi actividad, no sin percatarme de una extraña y sorprendida expresión que asomaba en la cara de mi mujer.
   El caso es que no puede visionar de nuevo uno de los momentos deportivos más importantes de mi vida, esperando, eso sí, que no sea necesario otro confinamiento para que se animen a repetir este partido de nuevo en algún canal de televisión, en cuyo caso, bien me aseguraría de cerrar la puerta del salón para evitar la entrada de molestas interrupciones. ¿No es tan difícil de entender, verdad?
   Hasta la próxima.

domingo, 24 de mayo de 2020

DE UNOS CALCETINES


   DE UNOS CALCETINES
   Estimado confidente:
   En la noche de un jueves, que ya de por sí había resultado un día exasperante y agotador por cuestiones que aquí no voy a relatar, pero que, confiado en que el cielo me de la oportunidad, así lo haré en otra ocasión, puesto que lo sucedido merece ser contado, y mientras nos preparábamos para acostarnos, vi unos calcetines de color rosa con lunares negros, tirados en el suelo del pasillo, justo en frente a la entrada del dormitorio de mis hijas. Mi mujer, conocedora también de este hecho, pregunto en voz alta:"¿De quién son estos calcetines?”, a lo que nuestra hija de diez años, ya a punto de acostarse, contesto:"Míos”.Y ante la maternal petición de recogida, la respuesta obtenida fue un no rotundo, posponiendo tal tarea para mañana.
  Cansados y sin ánimo de discutir, así dejamos la cuestión y fuimos todos a dormir. Al día siguiente, los calcetines continuaron en el mismo lugar, pues mi hija seguía negándose y nosotros no estábamos dispuestos a recogerlos, ya que, acordando en educar a nuestro hijos en la responsabilidad, consideramos que debía ser ella quien lo hiciese. Pero seguían pasando los días y los calcetines, que, como si fuesen manzanas olvidadas en el frutero, parecían comenzar a pudrirse, seguían ocupando el mismo lugar Así que, ¿cómo convencer a nuestra hija de la bondad que, para el desarrollo de su persona, suponía el recoger sus calcetines?
 Para ello, leí un par de libros de autoayuda que parecían enseñar a superar los conflictos con los hijos durante su educación, vi decenas de tutoriales en youtube, impartidos por psicólogos y pedagogos de aparente solvencia en la materia; y, como no, organice para ir más rápido -pues los calcetines comenzaba a oler a residuo en descomposición- una videollamada con todos nuestros amigos y conocidos con hijos de edades similares a la de mi hija. He de decir que las soluciones que todos estos recursos me facilitaron, no me aportaron nada nuevo a lo que ya venía realizando: tratar de entender la razón del comportamiento de mi hija, estar cerca a ella, mostrándome “buenrollista”, motivándola, y casi jaleándola, a la realización del tal ardua tarea. Así que seguí dándole vueltas tratando de encontrar la solución.
 He aquí que, cuando mi mujer se disponía a servir una jugosa pechuga de pollo con su guarnición, como parte de la comida del día, la bombilla de bajo consumo que a veces se enciende dentro de mi cerebro, me alumbró la senda a seguir. Alcancé a detenerla y hacerme con el plato que portaba, al mismo tiempo que, dirigiéndome a nuestra hija en estado de rebeldía, dije: “No tendrás comida, hasta que recojas los calcetines”.
   Comenzaron a volar cuchillos por el aire hacia mi pecho, provenientes de la mirada de mi descendiente; ahora bien, tras unos minutos y acabada la munición, mi hija abandonó la mesa, salió del comedor y, tras dejar los calcetines ya casi fosilizados en la cesta de la ropa para lavar, volvió con nosotros para dar buena cuenta de las viandas que en la mesa ya se habían dispuesto, incluyendo las suyas.

   Durante el resto de la comida, no sé porqué me vino a la mente el recuerdo de mis padres, así como de los castigos -perdón, hoy se llaman consecuencias negativas- que ellos me aplicaban, siempre ajustados y respetuosos con mi persona, y que en mucho me ayudaron y en nada me perjudicaron, sin provocarme ningún perjuicio en el desarrollo de mi personalidad -excepto por la manía que me ha dado por escribir en este blog-.
   Hasta la próxima.



lunes, 18 de mayo de 2020

¡VIVA LA NUEVA NORMALIDAD!


Estimado lector:
En la mañana soleada pero fresca del Lunes, estaba yo más contento de lo habitual, pues, por fin, con el inicio escalonado de nuestra liberación, daba por comenzado el advenimiento de la nueva normalidad que se nos había anunciado durante las semanas de la más estricta reclusión en nuestros hogares. Por eso me extrañó el rostro preocupado que mi esposa exhibía durante el desayuno, por lo que le pregunté: "¿Qué te pasa?"; ella me respondió: "Pues que todo está mal, muy mal" . 
Como no entendí su preocupación, le di un abrazo consolador y salí a la calle a caminar, no sin antes enviar a mis amigos un mensaje por el móvil, aprovechando el grupo creado por uno de ellos, en el cual les felicitaba la nueva realidad por la que comenzaba a desarrollarse nuestras vidas. Y mi sorpresa siguió en aumento al comprobar la reacción de todos ellos, pues, con el transcurso de los minutos, recibía respuestas tales como "que si está empezando lo peor; que si vamos a irnos todos al desempleo; que si ahora nos vamos a hacer más desconfiados con el prójimo, que si el repunte de otoño será peor...".
Repito: no comprendo estas reacciones, efecto de una actitud, sin duda y cuanto menos, pesimista, ya que la nueva realidad nos traerá más paz, justicia y dicha para todos, pues las guerras se acabarán, nadie pasará hambre ni sed; todos tendremos una vivienda digna, los trabajadores recibirán un salario que les permitirá vivir sin pasar penurias; nadie, y digo nadie, le arrebatará la vida al prójimo, ni expulsará de sus bocas, como veneno mortal, maledicencia alguna contra los demás; tampoco me cabe duda de que estaremos más predispuestos para la conversación serena y amistosa, compartiendo así nuestras ideas, gustos y sentimientos, rehusando siempre a la imposición.
Es fácil llegar a la conclusión, y así lo he hecho yo, que, como todas estas maldades, y muchas más, ya las padecíamos con anterioridad de manera cotidiana, la nueva normalidad acabará con todas ellas, pues, si esto no fuese así, no habrían acordado en llamarla de esta forma; ¿verdad que sí?
Hasta la próxima.



viernes, 8 de mayo de 2020

NO ES PAÍS PARA LA EDUCACIÓN ESPECIAL (la suerte de Quique).


     Apreciado conversador:
   Recién acabada la cena y mientras recogíamos los utensilios utilizados, mi esposa -informada con carácter previo, por una madre de una compañera de clase de nuestra hija mayor- me avisó de la intención de este nuestro Gobierno de acabar con los centros de educación a donde los padres envían a los hijos que, por presentar necesidades especiales, requieren de una atención y unos procesos educativos adaptados a sus peculiaridades. Ante la extrañeza de que se aprovechase el estado de alarma, cuyo objetivo, se supone, es concentrar los esfuerzos en superar la pandemia que nos afecta, y, por que no decirlo, velar por que el daño económico para todos sea el mínimo posible, consulté la noticia en internet, en donde pude cerciorarme de su veracidad.
   Aún sin apagar la pantalla del ordenador, me vino a la memoria la figura de mi amigo y compañero de la infancia Quique, con quien, durante el cuarto curso de la extinta Educación General Básica, compartí aula, juegos y las burlas de una parte de los compañeros, en su caso debido a la incapacidad que desde el nacimiento padecía y que le hacía ir con más lentitud en la comprensión y adquisición de los conocimientos impartidos por los profesores -de hecho ya iba un curso atrasado y sin visos de llegar a superar aquél, como así sucedió- y, en mi caso, por razones de peso, en concreto de un elevado peso.
    Al año siguiente, nuestros respectivos progenitores decidieron enviarnos a otro colegio; en el caso de Quique, a uno de educación especial y a mi a un colegio mixto dirigido por monjas. En un principio, el distanciamiento no fue total, pues era habitual que coincidiéramos en parques o canchas de juego -el futbito era lo que más practicábamos-, ocasiones estás en las cuales, además de compartir patadas al balón, aprovechaba para preguntarle por cómo le iba en el nuevo colegio, a lo que él siempre me respondía sonrisa en boca, que "muy bien", así como que estaba aprendiendo mucho y no añoraba el colegio en el que nos habíamos conocido.



   Poco a poco nos fuimos distanciando, por compartir nuevos ambientes, entretenimientos y amistades. No fue, hasta hace apenas año y medio, coincidiendo con una visita que realice al pueblo en donde se desarrollo parte de mi infancia, cuando, caminando por la calle que lleva al parque infantil, en donde me esperaba mi esposa con nuestros hijos, me cruce con Quique. Aunque pasados muchos años, nos reconocimos enseguida, nos saludamos con un efusivo abrazo e intercambiamos comentarios sobre nuestras vidas. El había mejorado su dicción -de hecho, sólo le quedaba de su anterior incapacidad para hablar con fluidez, un ligero tartamudeo-; ¡qué alegría cuando me hizo saber que estaba trabajando en el servicio de limpieza del Ayuntamiento! 
   Afortunado él, que nació en una época en la que los padres pudieron optar por educar a su hijo con discapacidad intelectual, en un centro en donde todos los recursos materiales y personales -estos últimos fundamentales-, estaban orientados al desarrollo de las personas con este tipo de afecciones, facilitando así su incorporación en la sociedad.
   ¿Qué sucederá si, al final, se aprueba esta ley?
   Hasta la próxima. 

martes, 5 de mayo de 2020

DE ÁNGELES Y PAULINAS


Estimado lector:
En la tarde lluviosa de un viernes, estaba repasando mi correo electrónico, cuando pude observar que José, el Águila para los amigos -algún día explicaré el por qué de este sobrenombre-, me había enviado un mensaje que, de inmediato, captó mi interés sobre los demás, pues los suyos solían ser de tono alegre y distendido 
Me ofrecía, en el cuerpo del mensaje, un enlace sobre el que hacer click. Cuando así procedí, en la pantalla de mi ordenador apareció la imagen de una ojerosa y balbuciente Paulina Rubio, otrora glamurosa cantante de ese país hermano del nuestro, llamado México. No voy a entrar en muchos detalles en la descripción de lo visto en dicho video, pues seguro que la mayoría ya conocen su contenido y, si no fuese así, es muy fácil hacerlo, tras introducir los datos en cualquier buscador de los que nos ofrece la red.
En un primer momento, he de reconocer que me reí de la cantante;. es más, incluso me sentí bien, muy bien, y llegué a pensar algo así como: “Se lo tiene merecido”; pues ver a un personaje famoso haciendo el ridículo, en lo que parecía ser no sólo un desmoronamiento de su imagen pública, sino, incluso,de su propio ser como persona, hizo sentirme mejor, como si eso me elevara por encima de mi aburrida y anónima existencia.
Ni pude ni quise evitar compartir las imágenes con mi esposa, tras lo cual, ella, con rictus serio, me pregunto: "¿Y qué te hace gracia?” Extrañado por su reacción, le devolví la pregunta,diciendo: “¿Pero tú la has visto’?” Mi mujer me miró durante unos instantes, como la madre mira al hijo que acaba de hacer una trastada que la llena de un sentimiento mezcla de ira y de decepción. Antes de salir del salón, y rompiendo el silencio que se había creado, dijo: “Pues no me hace gracia ninguna, y no entiendo que a ti te lo haga, ¿recuerdas como reaccionabas cuando se metían con tu primo Ángel?”.
Pongo en antecedentes a los lectores, para que puedan entender el motivo por el que esta apreciación de mi esposa tuvo un profundo impacto en mí. A saber: Ángel fue como un hermano para mí, pues, siendo el sólo mayor que yo en seis meses, y residiendo en el mismo vecindario, de niños pasábamos juntos mucho tiempo de juegos, riñas y reconciliaciones que fortalecían, todo ello, nuestra relación. Fue durante la adolescencia, cuando nuestros caminos comenzaron a separarse. Las amistades con las que empezó a relacionarse eran muy contrarias a las que le hubiesen resultado convenientes. Si yo no hubiese tenido la guía de mis padres (algo de lo que él careció), me hubiese adentrado por los mismos caminos hostiles al correcto desarrollo de cualquier mozo que aspira a alcanzar la plenitud como persona. 
Pues bien, mi primo acabó víctima del destructivo hábito que también se imputa a la cantante mexicana, por el sospechoso restriego nasal que ésta exhibió ante la audiencia, tras desaparecer durante unos instantes de la pantalla, como actor de teatro que se refugia tras las bambalinas, medroso de la reacción de un público no satisfecho con su actuación, y que ha sido objeto de numerosos comentarios burlescos, que, en escarnio y en su día, muchos también profirieron contra mi primo, sin tener en cuenta la bondad que su ser albergaba, y de la que yo era sabedor. En cambio, ante el video mencionado, reaccioné de manera similar a aquellos a los cuales reprochaba su inmisericorde actitud con Ángel. Para mi primo, todo esto fue una pesada losa en su camino hacia la recuperación; camino por el que, aún hoy y transcurridos muchos años, transita su existencia.
Por eso, avergonzado y arrepentido, me he comprometido -y con humildad, me atrevo a proponer lo mismo a todos mis estimados lectores-, que, en estos casos y antes de dejar suelta la serpiente viperina en la que muchas veces se convierte nuestra lengua, nos detengamos, pensemos y, si algo hemos de decir, que sean palabras de comprensión y ánimo, y no de desprecio y humillación, pues todos tenemos a un Ángel y a una Paulina cerca de nosotros -y no solo en medios digitales-, los cuales sufren no solo las consecuencias perniciosas de sus propias actos, sino, además, las de nuestras acciones y omisiones henchidas de desprecio e indiferencia.
Hasta la próxima.






VEN, COVID, VEN

 Querido lector:

   En el cuadragésimo tercer día de la forzada reclusión domiciliaria decretada por el Gobierno de España, pasados quince minutos del mediodía, abandoné el domicilio familiar con intención de acercarme al supermercado más cercano y adquirir los alimentos necesarios para algunos de los días que estaban por venir. Mi trayecto me obligaba a pasar junto a un jardín de titularidad municipal y, cuando ya estaba próximo, llegaron a mis oídos unas palabras que captaron mi atención, puesto que alguien -el tono de la voz, parecía indicar que era un varón-, exclamaba: “¡Ven aquí,Covid, se obediente!”
  Agudizé mis sentidos y pude comprobar como un hombre, que aparentaba unos sesenta años y acababa de depositar una bolsa de plástico en una papelera, seguía llamando con insistencia a un perro, todavía cachorro, que no paraba de corretear a su alrededor, hasta el momento en el que, quien parecía ser su dueño, logró enganchar el extremo de la correa en el collar que le rodeaba el cuello, tras lo cual, ambos abandonaron aquél lugar, renombrado de manera popular como el “cagódromo”.
   Como llevaban la dirección opuesta a la mía, aproveché para interrumpir su marcha, diciéndole: “Disculpe, caballero”. Se detuvo y, como ambos estábamos desprovistos de mascarilla, mantuvimos una prudente distancia física. Enseguida me preguntó: “¿Qué quiere?”
   -Sin querer, he oído el nombre con el que llama a su mascota-le respondí.
   -¿Y le extraña, verdad? No es usted el único. Verá, este perro me lo regalaron pocos días antes de que empezara la reclusión y ,con sinceridad, me ha venido muy bien, pues vivo solo desde hace dos años, que enviudé...
   -Lo siento-le interrumpí.
   -Gracias-prosiguió hablando-; al principio pensé en llamarle Toby, pero, al empezar este tiempo de pandemia, ve vino la inspiración y decidí llamarlo Covid, a secas, sin el apellido de diecinueve que le acompaña.
   -Ya, pero sigo sin comprender.
   -Ahora lo entenderá; este es un cachorro rotwailer, una de esas razas catalogadas como peligrosas; por ello, ¿qué he de hacer con él para que pueda tenerlo conmigo en mi piso, sin generar problemas, o sacarlo a pasear de manera tranquila, sobre todo cuando crezca? Pues yo se lo diré: domesticarlo, es más, debería hacerlo aunque fuese un caniche. 
   Tras esto, continuó diciendo:”Si me disculpa, he de marcharme, pues aún tengo que prepararme la comida. Adiós”.
   Me despedí de la misma manera y ambos retomamos la dirección que llevábamos al principio. Durante mi marcha, e incluso horas después, venían a mi mente interrogantes tales como:¿seremos capaces de domesticar al covid de apellido diecinueve?;¿cuánto tardaremos?. Lo que sí me quedó claro es que, de momento, estamos en el proceso inicial y la “mascota” nos está dando más de una dentellada, como negándose al destino que vislumbra: ser controlada por el hombre.
   Hasta la próxima ocasión